Post by HBF on Sept 16, 2010 18:58:22 GMT -3
Por Carlos Girotti
Sentados al cordón de la vereda
02-08-2010
Incesante, hay una ciudad que pasa ante los ojos atribulados de quienes la habitan mientras el lenguaje despolitizador de la política –concebida aquí como profesión– los llama “vecinos”. En nombre de los vecinos se menta una ciudad fantasmal, inasequible; un holograma que niega, toda vez que nombra al vecino, la fracturada cotidianidad del ciudadano.
Mujeres y hombres astillados en la identidad de sus changas o infortunios, los trapitos, los malabaristas de semáforo, los mendigos, los cartoneros, los músicos del subte, los durmientes ateridos de los umbrales, los vendedores ambulantes, las prostitutas y prostitutos, los motoqueros (y la lista subjetiva sería interminable) condensan en el lenguaje hegemónico de la política una miscelánea de cuestiones supuestamente problemáticas que la ciudad –esa ciudad de la política profesional– debería resolver. Es como si en algún lugar de la realidad existiese una ciudad impoluta, pero que ahora, con todos “estos problemas”, se revelara sórdida, sucia, inhabitable.
¿Para quién? Para el vecino; esa categoría de lo encuestable, ese televidente inanimado que adquiere contorno humano sólo cuando lo iluminan los chispazos azulinos de la pantalla. El vecino, ese resignado pisador de caca de perros, diligente pagador de ABL y comprador obligado de rifas y bonos para los bomberos voluntarios, cooperadoras policiales y “muchachos de la basura”. El vecino, esa víctima propiciatoria de las baldosas flojas en días de lluvia, náufrago consuetudinario en los arroyos subterráneos, blanco móvil en las salideras bancarias y testigo de cargo de cuanto movilero televisivo lo entreviste.
Ese personaje –que encuentra a su inagotable Ionesco en los gurúes hacedores de imágenes de los políticos que se pretenden exitosos– deambula por una ciudad que le es ajena, pero no porque una y otro no se pertenezcan, sino porque esa relación de pertenencia e identidad le es sistemáticamente robada. Extrañado de sí mismo y de la ciudad que habita, el ciudadano desaparece por completo, su voz resulta inaudible y las señas o gestos que hace apenas si son decodificables en clave de bronca sorda o de enajenado puteador por oficio.
Ahora adquirirá otra fisonomía y, quizás, otro valor, cuando en su mano porte un sobre previamente cerrado en el cuarto oscuro y se encamine hacia una urna para depositarlo. Ahí sí será otro, en el momento en que, con paso resuelto, se acerque al presidente de mesa de la escuela en la que le toque votar y abandone, en ese exacto y efímero instante, su sempiterna condición de vecino. Por unas horas escasas será ciudadano pero a la noche, cuando los campamentos de los candidatos se cierren y los noticieros den el último cómputo oficial, volverá a la penuria de ser un cuatro de copas, un gil en el que otros reparan porque no tienen más remedio.
El destierro del ciudadano, la distancia inconmensurable que lo separa de la ciudad entendida como creación colectiva y patrimonio común a todos, es parte de la densa trama ideológica que, en el fondo, ha logrado naturalizar como sentido común la mercantilización de los derechos esenciales. Por supuesto que las derechas políticas, siempre abusivas y voraces en su afán de dominar, han llevado este discurso a los umbrales del paroxismo; pero mucho más preocupante es que a esta altura del partido, quienes aspiran a derrotarlas, no atisben la imperiosa necesidad de apartarse de esa lógica discursiva.
Mientras la ciudad, su representación concreta como bien común, sea tan sólo una colcha de retazos, un cocido y remendado de respuestas tecnocráticas focalizadas en tal o cual problema particular manifestado por “los vecinos”, la derrota de las derechas continuará siendo un enigma para las múltiples singularidades políticas que se proponen para concretarla.
De hecho esto es lo que ocurre en la ciudad de Buenos Aires donde, a pesar de la legítima aspiración y de las buenas intenciones, una parte de la oposición a Macri, compuesta por diversas identidades comprometidas con sus raíces populares, exhibe una grave dificultad para superar la autocomplacencia y mancomunar sus esfuerzos en la búsqueda de un discurso que interpele al ciudadano y no al vecino.
¿Pero cómo interpelar a alguien a quien, en la práctica, se lo supone sentado al cordón de la vereda en espera de la marcha triunfal de un candidato a caballo de una plataforma programática? ¿Y si en lugar de una eficiente respuesta técnica ese tipo estuviera esperando otra cosa? ¿Es espera o es hastío? ¿Hasta dónde el cansancio del ciudadano comodín no termina realimentando el discurso eficientista del macrismo porque asimila el resto de la oferta electoral al puro chamuyo de ocasión?
La construcción política que derrote al macrismo en las urnas será aquella que sea capaz de aunar diversas identidades políticas pero, sobre todo, la que admita en su práctica concreta que los ciudadanos no son pacientes haciendo fila a las puertas de una sala de primeros auxilios. Restituir el protagonismo del ciudadano en las decisiones políticas, entre otras cosas, implica concebirlo como artífice de la ciudad que habita y no como su víctima. Por lo mismo, la ciudad no puede ser objetivada como una máquina descontrolada que arrolla todo a su paso sino, precisamente, como un patrimonio común digno de ser preservado de la irracionalidad sistémica.
Es ya una comodidad discursiva adjudicarle al macrismo un modelo de gestión empresarial para la ciudad. ¿Acaso su gestión podría haber sido de otro modo? Pero el desafío que hay que afrontar no pasa por la denuncia –que a estas alturas hasta se puede hacer de taquito– sino por una estrategia política que en lugar de contraofertar modelos alternativos de gestión ponga en el centro el derecho de los ciudadanos a establecer la agenda del interés público. Éste y no otro es el cimiento profundo sobre el que se puede y se debe elaborar un nuevo modelo de gestión. No es al revés. No podrá serlo jamás si, en verdad, se piensa y se aspira a una profundización de la democracia real y a derrotar a la derecha porteña.
Por cierto, pensar también la ciudad en clave democrática es pensarla desde y con una matriz universalista que, al tiempo que dé cabida a todos los lenguajes que pugnan por emerger tras décadas de soterramiento, recree con un nuevo lenguaje los nuevos nombres del derecho a la ciudadanía plena. Carecería de sentido, por ejemplo, hablar de la necesidad de la vivienda digna sólo para los sin techo pues, ahora, todos sin excepción merecerían la condición de un hábitat protegido, saludable y duradero en el que la vivienda fuese, simplemente, uno de sus componentes lógicos y no una utopía en sí misma. En ese lenguaje no tendría cabida ninguna forma del paternalismo porque, de hecho, ese lenguaje no podría ser más que una construcción colectiva, la producción social de un nuevo actor político en condiciones de interpelarse y de interpelar a la ciudad que le pertenece y recrea.
Pero entonces, siendo así ¿hasta dónde y por qué sería hoy admisible un discurso que, embadurnado de un progresismo de menú fijo, continúe troquelando la conciencia pública para que de un lado quede el ciudadano comodín y del otro el vecino atribulado? Por lo pronto, un límite ya se avizora: la política, entendida como profesión, no servirá para construir victorias.
*Sociólogo, Conicet
www.elargentino.com/Content.aspx?Id=101070
Sentados al cordón de la vereda
02-08-2010
Incesante, hay una ciudad que pasa ante los ojos atribulados de quienes la habitan mientras el lenguaje despolitizador de la política –concebida aquí como profesión– los llama “vecinos”. En nombre de los vecinos se menta una ciudad fantasmal, inasequible; un holograma que niega, toda vez que nombra al vecino, la fracturada cotidianidad del ciudadano.
Mujeres y hombres astillados en la identidad de sus changas o infortunios, los trapitos, los malabaristas de semáforo, los mendigos, los cartoneros, los músicos del subte, los durmientes ateridos de los umbrales, los vendedores ambulantes, las prostitutas y prostitutos, los motoqueros (y la lista subjetiva sería interminable) condensan en el lenguaje hegemónico de la política una miscelánea de cuestiones supuestamente problemáticas que la ciudad –esa ciudad de la política profesional– debería resolver. Es como si en algún lugar de la realidad existiese una ciudad impoluta, pero que ahora, con todos “estos problemas”, se revelara sórdida, sucia, inhabitable.
¿Para quién? Para el vecino; esa categoría de lo encuestable, ese televidente inanimado que adquiere contorno humano sólo cuando lo iluminan los chispazos azulinos de la pantalla. El vecino, ese resignado pisador de caca de perros, diligente pagador de ABL y comprador obligado de rifas y bonos para los bomberos voluntarios, cooperadoras policiales y “muchachos de la basura”. El vecino, esa víctima propiciatoria de las baldosas flojas en días de lluvia, náufrago consuetudinario en los arroyos subterráneos, blanco móvil en las salideras bancarias y testigo de cargo de cuanto movilero televisivo lo entreviste.
Ese personaje –que encuentra a su inagotable Ionesco en los gurúes hacedores de imágenes de los políticos que se pretenden exitosos– deambula por una ciudad que le es ajena, pero no porque una y otro no se pertenezcan, sino porque esa relación de pertenencia e identidad le es sistemáticamente robada. Extrañado de sí mismo y de la ciudad que habita, el ciudadano desaparece por completo, su voz resulta inaudible y las señas o gestos que hace apenas si son decodificables en clave de bronca sorda o de enajenado puteador por oficio.
Ahora adquirirá otra fisonomía y, quizás, otro valor, cuando en su mano porte un sobre previamente cerrado en el cuarto oscuro y se encamine hacia una urna para depositarlo. Ahí sí será otro, en el momento en que, con paso resuelto, se acerque al presidente de mesa de la escuela en la que le toque votar y abandone, en ese exacto y efímero instante, su sempiterna condición de vecino. Por unas horas escasas será ciudadano pero a la noche, cuando los campamentos de los candidatos se cierren y los noticieros den el último cómputo oficial, volverá a la penuria de ser un cuatro de copas, un gil en el que otros reparan porque no tienen más remedio.
El destierro del ciudadano, la distancia inconmensurable que lo separa de la ciudad entendida como creación colectiva y patrimonio común a todos, es parte de la densa trama ideológica que, en el fondo, ha logrado naturalizar como sentido común la mercantilización de los derechos esenciales. Por supuesto que las derechas políticas, siempre abusivas y voraces en su afán de dominar, han llevado este discurso a los umbrales del paroxismo; pero mucho más preocupante es que a esta altura del partido, quienes aspiran a derrotarlas, no atisben la imperiosa necesidad de apartarse de esa lógica discursiva.
Mientras la ciudad, su representación concreta como bien común, sea tan sólo una colcha de retazos, un cocido y remendado de respuestas tecnocráticas focalizadas en tal o cual problema particular manifestado por “los vecinos”, la derrota de las derechas continuará siendo un enigma para las múltiples singularidades políticas que se proponen para concretarla.
De hecho esto es lo que ocurre en la ciudad de Buenos Aires donde, a pesar de la legítima aspiración y de las buenas intenciones, una parte de la oposición a Macri, compuesta por diversas identidades comprometidas con sus raíces populares, exhibe una grave dificultad para superar la autocomplacencia y mancomunar sus esfuerzos en la búsqueda de un discurso que interpele al ciudadano y no al vecino.
¿Pero cómo interpelar a alguien a quien, en la práctica, se lo supone sentado al cordón de la vereda en espera de la marcha triunfal de un candidato a caballo de una plataforma programática? ¿Y si en lugar de una eficiente respuesta técnica ese tipo estuviera esperando otra cosa? ¿Es espera o es hastío? ¿Hasta dónde el cansancio del ciudadano comodín no termina realimentando el discurso eficientista del macrismo porque asimila el resto de la oferta electoral al puro chamuyo de ocasión?
La construcción política que derrote al macrismo en las urnas será aquella que sea capaz de aunar diversas identidades políticas pero, sobre todo, la que admita en su práctica concreta que los ciudadanos no son pacientes haciendo fila a las puertas de una sala de primeros auxilios. Restituir el protagonismo del ciudadano en las decisiones políticas, entre otras cosas, implica concebirlo como artífice de la ciudad que habita y no como su víctima. Por lo mismo, la ciudad no puede ser objetivada como una máquina descontrolada que arrolla todo a su paso sino, precisamente, como un patrimonio común digno de ser preservado de la irracionalidad sistémica.
Es ya una comodidad discursiva adjudicarle al macrismo un modelo de gestión empresarial para la ciudad. ¿Acaso su gestión podría haber sido de otro modo? Pero el desafío que hay que afrontar no pasa por la denuncia –que a estas alturas hasta se puede hacer de taquito– sino por una estrategia política que en lugar de contraofertar modelos alternativos de gestión ponga en el centro el derecho de los ciudadanos a establecer la agenda del interés público. Éste y no otro es el cimiento profundo sobre el que se puede y se debe elaborar un nuevo modelo de gestión. No es al revés. No podrá serlo jamás si, en verdad, se piensa y se aspira a una profundización de la democracia real y a derrotar a la derecha porteña.
Por cierto, pensar también la ciudad en clave democrática es pensarla desde y con una matriz universalista que, al tiempo que dé cabida a todos los lenguajes que pugnan por emerger tras décadas de soterramiento, recree con un nuevo lenguaje los nuevos nombres del derecho a la ciudadanía plena. Carecería de sentido, por ejemplo, hablar de la necesidad de la vivienda digna sólo para los sin techo pues, ahora, todos sin excepción merecerían la condición de un hábitat protegido, saludable y duradero en el que la vivienda fuese, simplemente, uno de sus componentes lógicos y no una utopía en sí misma. En ese lenguaje no tendría cabida ninguna forma del paternalismo porque, de hecho, ese lenguaje no podría ser más que una construcción colectiva, la producción social de un nuevo actor político en condiciones de interpelarse y de interpelar a la ciudad que le pertenece y recrea.
Pero entonces, siendo así ¿hasta dónde y por qué sería hoy admisible un discurso que, embadurnado de un progresismo de menú fijo, continúe troquelando la conciencia pública para que de un lado quede el ciudadano comodín y del otro el vecino atribulado? Por lo pronto, un límite ya se avizora: la política, entendida como profesión, no servirá para construir victorias.
*Sociólogo, Conicet
www.elargentino.com/Content.aspx?Id=101070