Post by HBF on Sept 16, 2010 18:57:36 GMT -3
Por Rodolfo Luis Brardinelli
El mundo como el lugar de los males
26-07-2010
“Las personas más involucradas en la vida cotidiana de las comunidades católicas perciben un creciente malestar pastoral. Su explicitación adecuada es aun difícil, pero parece indicado buscar por el lado de la constatación de una preocupante inadecuación de muchos discursos, prácticas e instituciones eclesiales...”
Marcelo González. Teólogo
Como se sabe, la aprobación de la Ley de Matrimonio Igualitario se alcanzó en un clima de tensión y conflicto.
Nada nuevo ni sorprendente. Todo proyecto que afecte algún núcleo importante del poder real –un caso claro es la ley de medios audiovisuales– y/o modifique alguna norma cultural tradicional, está destinado a generar conflictos. Conflictos que, como es teóricamente previsible, resultan casi imposibles de solucionar “amistosamente”. (Permítase una breve digresión: no se trata en estos casos de una cuestión de “modales”, a despecho de cierta derecha y de cierta prensa que insiste en una mirada ingenua de la política, el conflicto estará siempre presente cuando una norma redistribuye poder, aunque sea simbólico. Nadie, aun en democracia, cede poder graciosamente, por caso, ni los multimedios ni la iglesia. Quien diga lo contrario peca de ingenuidad o, simplemente, miente.) Y cuando se dirime este tipo de conflictos resulta inevitable que queden heridos y ofendidos, que haya ganadores y perdedores.
En el caso de la Ley de Matrimonio Igualitario resulta obvio que uno de los principales perdedores son las iglesias que se opusieron a su aprobación. En especial, por el protagonismo alcanzado durante la discusión, la Iglesia católica.
Las consecuencias de esta posición perdidosa ya han sido señaladas, incluso por analistas católicos. Se ha hablado de la licuación de poder simbólico, de la forma en que su insistencia en el valor absoluto de la “ley natural” la puso al borde de la negación de la historia y de la diversidad cultural, de la imagen de autoritarismo que dio la intempestiva sanción al cura Alessio, o de la pérdida de credibilidad de sus múltiples invocaciones al diálogo después del llamado a la “guerra de Dios”. Todo esto alude, como se ve, sólo a las consecuencias sobre la imagen o sobre la influencia de la Iglesia.
Poco y nada se ha dicho en cambio sobre las consecuencias que la postura adoptada por la Iglesia podría tener sobre su clero, sobre los laicos que forman parte de sus estructuras de apostolado y sobre los feligreses.
No es, claro está, un pronóstico sencillo. Lo que puede afirmarse sin temor a error es que el fallido intento de la Iglesia no impacta sobre un frente interno homogéneo y consolidado. Por el contrario, desde hace varios años son muchos los curas y laicos que vienen manifestando sordamente, o ya no tanto, su “malestar pastoral”, su disconformidad, su perplejidad y su doloroso cansancio por una situación que suele calificarse de “esterilidad pastoral” y por un estilo de conducción vertical y poco creativo. Muchos son también los presbíteros y los laicos que se han lanzado por su cuenta a buscar formas de vida eclesial más libres y menos clericales, y no pocos son los que como parte de esa búsqueda han confluido en grupos en los comparten su fe y sus experiencias sin responder a la jerarquía ni a muchas de sus normas pero sin apartarse explícitamente de la Iglesia. Otros tantos son los que han tomado distancia y limitan su nexo a la asistencia al culto.
Sobre este contexto de falta de homogeneidad, sobre este mosaico de grupos y personas que bucean en su práctica de fe buscando cómo conectarla con las angustias cotidianas, que tratan encontrar, más allá de normas opinables presentadas como dogma, nuevos rasgos de pertenencia e identidad, sobre estas búsquedas y estas ansiedades es que impacta una derrota construida precisamente con todo aquello de lo que intentan escapar: fundamentalismo, falta de diálogo, insensibilidad frente al sufrimiento, enajenación del mundo real. No parece entonces demasiado audaz suponer que la postura y la conducta de su Iglesia en el conflicto no hará sino reforzar sus insatisfacciones y sus argumentos a favor de los cambios que vienen, de una u otra forma, reclamando.
Algunos indicios de esto pueden haberse anticipado ya durante el conflicto mismo.
El número de los asistentes a la “marcha naranja”, no demasiado significativo en orden al potencial supuesto, puede ser uno de ellos. No parece fácil pedir masividad cuando muchos de los alumnos de colegios católicos provienen de familias católicas disconformes, o de familias que envían a sus hijos a esos colegios sólo por la presunta calidad de la enseñanza, o de padres separados y vueltos a unir y que por esa condición son mal vistos por la Iglesia. Además, ¿cuántos docentes de colegios católicos están también en alguna de esas situaciones?
Otro indicio podría buscarse en la conducta de los curas durante el conflicto. Además de los grupos de sacerdotes que manifestaron públicamente su desacuerdo con la actitud de la jerarquía sería muy interesante saber cuántos; sin participar de esos grupos, omitieron leer en sus misas la declaración oficial de la Iglesia. También sería interesante saber qué hicieron y dijeron los no pocos sacerdotes que, contra las normas, imparten la comunión a los matrimonios ensamblados, o los que atienden a fieles homosexuales o los incluyen en sus comunidades parroquiales.
Con todo, no son de esperar cambios rápidos o notorios. Es más razonable suponer que a la larga, subterráneamente, lo ocurrido aportará positivamente a los muchos que buscan espacios de mayor libertad, a los que intentan, como dice un grupo de laicos inserto en esa corriente, “multiplicar espacios y dinamismos de escucha, apertura, reflexión, diálogo, asamblea y descentralización, dejando de ver el mundo como el lugar de los males, para reconocerlo como un escenario complejo, pero privilegiado por la presencia y la acción del Espíritu”.
*Sociólogo, Universidad Nacional de Quilmes
www.elargentino.com/Content.aspx?Id=100153