Post by HBF on Sept 16, 2010 18:51:12 GMT -3
Por Matías Loewy
Los mitos del suicidio
05-05-2010 /
Cuando uno de mis tíos tuvo un desengaño amoroso, agarró un frasco de plaguicida, se bebió la muerte de un trago y se transformó en una foto blanco y negro que, eternizada en una repisa de la antigua casa de mis abuelos, le sonreía a un futuro que ya no iba a ser, entendí que el suicidio tiene de solución lo que tiene de llaga para quienes se quedan: un dolor que no se acaba, una pregunta sin respuesta, un velo de silencio que se extiende porque la angustia y la culpa asfixian el sentido de las palabras. “Nunca más seré capaz de pronunciar tu nombre”, lo despidió mi abuela en una carta, escrita con tinta y lágrimas. Tenía 20 años.
En los últimos instantes, antes de emprender su viaje al abismo, los suicidas deben sentirse los seres más solos del mundo. No lo están, al menos desde el punto de vista estadístico. Según datos actualizados a 2007, en la Argentina la tasa de personas que se quitan la vida es mayor que la de quienes son víctimas de homicidios dolosos: 8,5 versus 5,3 cada 100.000 habitantes, respectivamente.
Sin embargo, los suicidios nunca alcanzan la prensa de los asesinatos. Se trata, quizás, de uno de los problemas de salud pública más escondidos. Las referencias en los medios son esporádicas: se los difunde sólo cuando ocurren en un lugar público, cuando hay alguna cámara cerca, cuando tienen características singulares, involucran a un famoso o forman parte de un “brote”. Los dramas humanos se vuelven “casos” aislados que pasan, destellan tibiamente y luego se olvidan. Nadie se preocupa seriamente en instrumentar medidas para la detección precoz y la prevención. El pasado 29 de marzo, un tucumano sin empleo se trepó a un cartel frente al Obelisco y fue rescatado por los bomberos cuando amenazaba con tirarse. Al día siguiente, repitió la acción desde una grúa en Puerto Madero, también en vivo por los canales de noticias, también con el mismo final. Según cifras internacionales, se comete un suicidio por cada 25 intentos. Si nadie lo trata, ¿cuánto tiempo más puede jugarle la estadística a favor?
Uno de los problemas, apuntan Gisela López y Evelyn Christ, es que los falsos mitos y creencias sociales respecto del suicidio favorecen la acción final de los pacientes en riesgo. Gisela y Evelyn son estudiantes de Medicina en la Universidad Barceló, en Santo Tomé, una ciudad correntina que parece asolada por el flagelo. “En una semana hubo cuatro casos”, me contaban días atrás en Mar del Plata, durante el último Congreso Argentino de Psiquiatría. “Somos el segundo departamento de Corrientes en tasa de suicidios, y nuestra provincia tiene la tercera cifra más alta del país. Quizás influya la monotonía del paisaje, pero nadie lo sabe”, agregaron.
Bajo la supervisión de una docente, la médica Beatriz Haseitel, las jóvenes estudiantes hicieron algo más que compadecerse: documentaron la prevalencia de mitos sobre el suicidio en una población de 230 compañeros de la facultad. Los resultados fueron alarmantes. El 75 por ciento cree que “el que se quiere matar no lo dice” (falso); el 60 por ciento opina que “los que intentan el suicidio no desean morir, sino que quieren llamar la atención” (falso); el 55 por ciento piensa que “una persona que se va a matar no emite señales de lo que va a hacer” (falso); el 70 por ciento considera que “el suicida desea morir” (no siempre); y el 72 por ciento asume que “si de verdad se hubiera querido matar, hubiese elegido el método apropiado” (falso). La ciencia puede ser el cementerio del “sentido común” o del reino de las intuiciones. No es difícil darse cuenta de que si persisten tantas creencias infundadas, cualquier estrategia social de prevención se vuelve más difícil.
Otro equívoco habitual es suponer que, bajo determinadas circunstancias, como la edad avanzada, la pérdida de la belleza, alguna enfermedad crónica o la falta de trabajo, el suicidio deja de ser un grito de ayuda o desesperación para transformarse en un “acto de dignidad” (un programa que suele repetir Crónica TV, “Las tragedias de los famosos”, perpetúa ese discurso).
“Habría que preguntarse por qué el suicidio de un anciano es menos tragedia que el de un adolescente”, me dice Daniel Matusevich, psiquiatra del Hospital Italiano y coautor del libro “Suicidio en la vejez” (Polemos, 2009). Agrega, y se responde: “Como dice nuestro amigo Norbert Elias (un célebre sociólogo judío alemán que vivió entre 1897 y 1990), la muerte de los viejos ocurre detrás de las bambalinas de la vida social. Está naturalizada”. Pero los médicos saben que el diagnóstico y el tratamiento efectivo de la dolencia mental subyacente, como la depresión, no sólo disminuyen el riesgo de suicidio sino que aumentan la calidad de vida, en cualquier franja de edad. Es un derecho y una responsabilidad del Estado asegurar el acceso a ese tipo de asistencia. La ignorancia, el velo vergonzante y la desidia pueden resultar tan letales como ese paso postrero del malestar hacia lo irreversible. Un simulacro de decisión. Y de ahí no se vuelve.
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