Post by HBF on Sept 16, 2010 17:44:36 GMT -3
Gobierno y oposición ante las elecciones de 2011
Las causas del voto presidencial
Eduardo Fidanza
Para LA NACION
Lunes 6 de setiembre de 2010 | Publicado en edición impresa
Se atribuye al pintor cubista Georges Braque haber dicho: "Yo no creo en las cosas, creo en la combinación entre las cosas". En cierto modo, esta frase, concisa e inteligente, es una forma aforística de plantear un problema clave del conocimiento: la manera en que los factores se conjugan para explicar un fenómeno. Tan importante es la cuestión que puede contarse la historia de la ciencia en paralelo con la historia del concepto de causalidad, que ha preocupado a filósofos y epistemólogos desde Grecia hasta el presente.
La combinación entre las cosas, o las causas, es la llave para entender los hechos. Resulta elemental que ningún acontecimiento es originado por un solo factor. No existe una razón excluyente que explique por qué las cosas son como son. Sólo los fundamentalismos y las ideologías extremas sostienen aún este credo inverosímil.
Los motivos que conducen a los votantes en una democracia a decidir por un candidato y desechar a otro son un campo propicio para probar la vigencia de la multicausalidad. Más allá de la mitología mediática que instala causas excluyentes (el voto "cuota", el voto "castigo", etc.), se sabe que la conducta electoral es provocada por factores diversos que se combinan de maneras distintas, de acuerdo con coyunturas históricas singulares. La ciencia política da cuenta de estas causalidades y sus estudios históricos y comparativos arrojan una conclusión: cada vez pesan más las razones económicas a la hora de elegir un presidente.
Es un rasgo distintivo y un mérito de la democracia que la competencia entre candidatos deba resolverse a través de la decisión individual de los votantes. Sobre ella pesarán siempre factores estructurales como la asimetría informativa, la manipulación del marketing o los mitos culturales, pero las opciones estarán condicionadas en cada elección por los motivos que afectan al elector, conjugados y dosificados de un modo particular.
Mi experiencia de analista de opinión pública me lleva a destacar, entre otros, cinco factores que han jugado un rol significativo para explicar cómo se vota en la Argentina. Ellos son: la tasa de crecimiento económico, el nivel de inflación, la percepción de corrupción, el estilo y la psicología de los gobernantes, y el grado de consolidación de la oposición. Considerando estos elementos, me centraré en las gestiones de Alfonsín y Menem, que por duración y relevancia pueden compararse con el ciclo kirchnerista.
Es claro, en primer lugar, que la inflación y el crecimiento funcionaron de manera contradictoria: con inflación el país tendió a estancarse y con estabilidad creció, como en la primera mitad de la década del 90 y entre 2003 y 2007.
En segundo lugar, la percepción de corrupción por sí sola no fue decisiva para la suerte de los gobiernos; sólo cuando se combinó con recesión y oposición fuerte adquirió relevancia. En términos generales, la mejora económica tendió a anestesiar el interés por la calidad institucional, haciendo que la corrupción y el estilo de gobernar pasaran a segundo plano.
Si se toman en cuenta estos factores, es evidente que Alfonsín sucumbió a un acoplamiento fatal de recesión e inflación. Su gestión no fue sospechada de deshonestidad, el estilo de liderazgo no se cuestionó y tampoco puede afirmarse que la oposición constituyera una alternativa de gobierno. A pesar de haber ganado las elecciones de 1987 e iniciado un proceso de renovación, el peronismo distaba de ser confiable hacia finales de la década del 80. La figura de Carlos Menem no se consideró al principio como una opción consistente. Las razones del sufragio en 1989 fueron claras: Alfonsín había trastabillado en el plano económico. Eso habilitó al entonces gobernador de La Rioja.
Debido a este origen, es evidente que Menem basó su popularidad en motivos económicos. El control de la inflación y la recuperación del crecimiento le permitieron ganar las elecciones de 1991 y 1993 y ser reelegido en 1995. En la segunda mitad de la década del 90 la suerte del gobierno cambió. No fue la inflación en este caso, sino acontecimientos adversos de la economía mundial, para los cuales la rígida convertibilidad no estaba preparada, los que mellaron la popularidad presidencial.
Las sucesivas crisis del tequila, el sudeste asiático y Brasil condujeron a la recesión a partir de 1995. Si bien hubo una primavera económica en el 97 y hasta mediados del 98, eso no torció el destino de Menem. Para la época de las elecciones de 1999 la economía estaba estancada. Pero se agregaban tres factores coadyuvantes: la percepción de corrupción era elevada, el estilo de gobernar provocaba rechazo y la oposición había formado una coalición ganadora, cuyo discurso aprovechó la imagen deshonesta del gobierno. Con independencia de lo que pasó después, en 1997 la Alianza se erigió en alternativa de poder.
El final de Menem fue casi una tormenta perfecta: lo derrotó un combo de recesión, hastío, sospecha de deshonestidad y fortaleza opositora. El único factor en común con Alfonsín fue la recesión. A diferencia de ellos, Néstor Kirchner resultó el primer presidente desde 1983 que concluyó su período con popularidad. Extraordinario crecimiento económico, inflación relativamente baja, reconstrucción de un estilo de liderazgo fuerte y oposición desarticulada parecen la explicación plausible de su éxito.
Veamos, a la luz de estos antecedentes, lo ocurrido durante la administración de Cristina Kirchner. Contra lo que se supuso, el Gobierno recuperó popularidad e intención de voto, entre finales de 2009 y julio de 2010, con esta combinación de factores: vigorosa recuperación económica, inflación, baja percepción de corrupción y oposición poco consolidada. Antes, durante 2008 y casi todo 2009, había experimentado un fuerte declive, cuando la caída del PBI se asoció con la formación de un amplio arco opositor y un estilo de gobierno caracterizado por polarizar y doblar la apuesta.
Si se atiende a la importancia del crecimiento en la decisión de voto, podrá encontrarse una explicación satisfactoria a la súbita escalada de la popularidad del Gobierno en los últimos meses: de tasas nulas a finales de 2009, el PBI aumentó casi al 8% en los dos primeros trimestres de 2010. Esta correlación es congruente con la experiencia y explicaría también la baja percepción de corrupción y la tolerancia (o el apoyo) al estilo de gobernar.
Sin embargo, otros factores parecerían estar funcionando de manera anómala, al menos hasta aquí. Encuentro tres elementos novedosos. Primero, la economía crece a tasas altísimas, acotando el efecto de la inflación, que se torna soportable; segundo, la oposición está desarticulada, no obstante haber ganado las últimas elecciones, y, tercero, el estilo presidencial sigue siendo confrontativo, a pesar de lo que sugiere una correcta estrategia electoral. Esto abre arduos interrogantes para el período preelectoral.
En este extraño escenario, ¿cuánto incidirá la economía en el voto y cuánto la oposición y el estilo del Gobierno? En tiempos en que los motivos económicos prevalecen sobre los políticos, debe computarse un hecho clave: la economía argentina registra en los últimos años un desempeño excepcional, traducido en tasas menores de desempleo y un valor del salario más alto que en la década del 90. Cómo se combinarán estos logros económicos con condiciones políticas también novedosas es la cuestión por despejar.
Mi opinión es que en 2011 las presidenciales se resolverán por una conjunción de factores inéditos. Dicho de un modo llano: nunca tuvimos una economía tan buena, una oposición tan inconsistente y un gobierno tan agresivo. ¿Pueden comportarse estos elementos en forma congruente con la experiencia anterior? En principio sí, si se dieran ciertas condiciones. La primera es que la inflación frene el crecimiento, algo que ocurrió varias veces en los últimos 27 años; la segunda, que la oposición mejore su desempeño, como sucedió en 1997 y entre 2008 y 2009, y la tercera, que el Gobierno sea más conciliador, un recurso que usaron Alfonsín, Menem y aun el primer Kirchner.
Se puede intuir qué es lo menos probable. El nuevo ataque a la prensa, la manipulación de los derechos humanos, el edicto que dejará a buena parte de la clase media sin su proveedor habitual de Internet y la tenacidad en alimentar la inflación confirman, una vez más, el carácter irreductible de la última versión del kirchnerismo. Eso debería afectar a la economía y favorecer las chances de la oposición.
Pero el desenlace no está escrito. Y tal como suceden los hechos es probable que la campaña presidencial sea a todo o nada. Según pensaba Freud, la psicología de ciertos líderes políticos arroja resultados extremos: pueden naufragar haciendo estragos o salirse con la suya, desafiando la lógica previsible de las cosas.
El autor es sociólogo y director de Poliarquía Consultores
www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1301666
Las causas del voto presidencial
Eduardo Fidanza
Para LA NACION
Lunes 6 de setiembre de 2010 | Publicado en edición impresa
Se atribuye al pintor cubista Georges Braque haber dicho: "Yo no creo en las cosas, creo en la combinación entre las cosas". En cierto modo, esta frase, concisa e inteligente, es una forma aforística de plantear un problema clave del conocimiento: la manera en que los factores se conjugan para explicar un fenómeno. Tan importante es la cuestión que puede contarse la historia de la ciencia en paralelo con la historia del concepto de causalidad, que ha preocupado a filósofos y epistemólogos desde Grecia hasta el presente.
La combinación entre las cosas, o las causas, es la llave para entender los hechos. Resulta elemental que ningún acontecimiento es originado por un solo factor. No existe una razón excluyente que explique por qué las cosas son como son. Sólo los fundamentalismos y las ideologías extremas sostienen aún este credo inverosímil.
Los motivos que conducen a los votantes en una democracia a decidir por un candidato y desechar a otro son un campo propicio para probar la vigencia de la multicausalidad. Más allá de la mitología mediática que instala causas excluyentes (el voto "cuota", el voto "castigo", etc.), se sabe que la conducta electoral es provocada por factores diversos que se combinan de maneras distintas, de acuerdo con coyunturas históricas singulares. La ciencia política da cuenta de estas causalidades y sus estudios históricos y comparativos arrojan una conclusión: cada vez pesan más las razones económicas a la hora de elegir un presidente.
Es un rasgo distintivo y un mérito de la democracia que la competencia entre candidatos deba resolverse a través de la decisión individual de los votantes. Sobre ella pesarán siempre factores estructurales como la asimetría informativa, la manipulación del marketing o los mitos culturales, pero las opciones estarán condicionadas en cada elección por los motivos que afectan al elector, conjugados y dosificados de un modo particular.
Mi experiencia de analista de opinión pública me lleva a destacar, entre otros, cinco factores que han jugado un rol significativo para explicar cómo se vota en la Argentina. Ellos son: la tasa de crecimiento económico, el nivel de inflación, la percepción de corrupción, el estilo y la psicología de los gobernantes, y el grado de consolidación de la oposición. Considerando estos elementos, me centraré en las gestiones de Alfonsín y Menem, que por duración y relevancia pueden compararse con el ciclo kirchnerista.
Es claro, en primer lugar, que la inflación y el crecimiento funcionaron de manera contradictoria: con inflación el país tendió a estancarse y con estabilidad creció, como en la primera mitad de la década del 90 y entre 2003 y 2007.
En segundo lugar, la percepción de corrupción por sí sola no fue decisiva para la suerte de los gobiernos; sólo cuando se combinó con recesión y oposición fuerte adquirió relevancia. En términos generales, la mejora económica tendió a anestesiar el interés por la calidad institucional, haciendo que la corrupción y el estilo de gobernar pasaran a segundo plano.
Si se toman en cuenta estos factores, es evidente que Alfonsín sucumbió a un acoplamiento fatal de recesión e inflación. Su gestión no fue sospechada de deshonestidad, el estilo de liderazgo no se cuestionó y tampoco puede afirmarse que la oposición constituyera una alternativa de gobierno. A pesar de haber ganado las elecciones de 1987 e iniciado un proceso de renovación, el peronismo distaba de ser confiable hacia finales de la década del 80. La figura de Carlos Menem no se consideró al principio como una opción consistente. Las razones del sufragio en 1989 fueron claras: Alfonsín había trastabillado en el plano económico. Eso habilitó al entonces gobernador de La Rioja.
Debido a este origen, es evidente que Menem basó su popularidad en motivos económicos. El control de la inflación y la recuperación del crecimiento le permitieron ganar las elecciones de 1991 y 1993 y ser reelegido en 1995. En la segunda mitad de la década del 90 la suerte del gobierno cambió. No fue la inflación en este caso, sino acontecimientos adversos de la economía mundial, para los cuales la rígida convertibilidad no estaba preparada, los que mellaron la popularidad presidencial.
Las sucesivas crisis del tequila, el sudeste asiático y Brasil condujeron a la recesión a partir de 1995. Si bien hubo una primavera económica en el 97 y hasta mediados del 98, eso no torció el destino de Menem. Para la época de las elecciones de 1999 la economía estaba estancada. Pero se agregaban tres factores coadyuvantes: la percepción de corrupción era elevada, el estilo de gobernar provocaba rechazo y la oposición había formado una coalición ganadora, cuyo discurso aprovechó la imagen deshonesta del gobierno. Con independencia de lo que pasó después, en 1997 la Alianza se erigió en alternativa de poder.
El final de Menem fue casi una tormenta perfecta: lo derrotó un combo de recesión, hastío, sospecha de deshonestidad y fortaleza opositora. El único factor en común con Alfonsín fue la recesión. A diferencia de ellos, Néstor Kirchner resultó el primer presidente desde 1983 que concluyó su período con popularidad. Extraordinario crecimiento económico, inflación relativamente baja, reconstrucción de un estilo de liderazgo fuerte y oposición desarticulada parecen la explicación plausible de su éxito.
Veamos, a la luz de estos antecedentes, lo ocurrido durante la administración de Cristina Kirchner. Contra lo que se supuso, el Gobierno recuperó popularidad e intención de voto, entre finales de 2009 y julio de 2010, con esta combinación de factores: vigorosa recuperación económica, inflación, baja percepción de corrupción y oposición poco consolidada. Antes, durante 2008 y casi todo 2009, había experimentado un fuerte declive, cuando la caída del PBI se asoció con la formación de un amplio arco opositor y un estilo de gobierno caracterizado por polarizar y doblar la apuesta.
Si se atiende a la importancia del crecimiento en la decisión de voto, podrá encontrarse una explicación satisfactoria a la súbita escalada de la popularidad del Gobierno en los últimos meses: de tasas nulas a finales de 2009, el PBI aumentó casi al 8% en los dos primeros trimestres de 2010. Esta correlación es congruente con la experiencia y explicaría también la baja percepción de corrupción y la tolerancia (o el apoyo) al estilo de gobernar.
Sin embargo, otros factores parecerían estar funcionando de manera anómala, al menos hasta aquí. Encuentro tres elementos novedosos. Primero, la economía crece a tasas altísimas, acotando el efecto de la inflación, que se torna soportable; segundo, la oposición está desarticulada, no obstante haber ganado las últimas elecciones, y, tercero, el estilo presidencial sigue siendo confrontativo, a pesar de lo que sugiere una correcta estrategia electoral. Esto abre arduos interrogantes para el período preelectoral.
En este extraño escenario, ¿cuánto incidirá la economía en el voto y cuánto la oposición y el estilo del Gobierno? En tiempos en que los motivos económicos prevalecen sobre los políticos, debe computarse un hecho clave: la economía argentina registra en los últimos años un desempeño excepcional, traducido en tasas menores de desempleo y un valor del salario más alto que en la década del 90. Cómo se combinarán estos logros económicos con condiciones políticas también novedosas es la cuestión por despejar.
Mi opinión es que en 2011 las presidenciales se resolverán por una conjunción de factores inéditos. Dicho de un modo llano: nunca tuvimos una economía tan buena, una oposición tan inconsistente y un gobierno tan agresivo. ¿Pueden comportarse estos elementos en forma congruente con la experiencia anterior? En principio sí, si se dieran ciertas condiciones. La primera es que la inflación frene el crecimiento, algo que ocurrió varias veces en los últimos 27 años; la segunda, que la oposición mejore su desempeño, como sucedió en 1997 y entre 2008 y 2009, y la tercera, que el Gobierno sea más conciliador, un recurso que usaron Alfonsín, Menem y aun el primer Kirchner.
Se puede intuir qué es lo menos probable. El nuevo ataque a la prensa, la manipulación de los derechos humanos, el edicto que dejará a buena parte de la clase media sin su proveedor habitual de Internet y la tenacidad en alimentar la inflación confirman, una vez más, el carácter irreductible de la última versión del kirchnerismo. Eso debería afectar a la economía y favorecer las chances de la oposición.
Pero el desenlace no está escrito. Y tal como suceden los hechos es probable que la campaña presidencial sea a todo o nada. Según pensaba Freud, la psicología de ciertos líderes políticos arroja resultados extremos: pueden naufragar haciendo estragos o salirse con la suya, desafiando la lógica previsible de las cosas.
El autor es sociólogo y director de Poliarquía Consultores
www.lanacion.com.ar/nota.asp?nota_id=1301666